sábado, 19 de febrero de 2011

Dilema doméstico.

Vivir en sociedad a veces resulta un tire y afloje que exige más espíritu político que amor libre. Todos escondemos algo en el placard, algunos tienen el regalo perfecto para un vecino en llamas.

Al momento de hacerlo me agarra la duda: ¿cómo puedo ir a tocarle la puerta para que no haga ruidos de mudanza a las dos de la mañana si más culpable soy yo para la ley porque tengo un armario repleto de plantas de cannabis?



Es que la gorda de arriba siempre estuvo más loca que todos nosotros juntos. Trabaja en un barcito de por acá y vuelve a las siete de la mañana todos los días. Se la pasa conquistando hombres para que le compren un trago en la barra que subatiende. Cuando llega a la noche se enfrenta con un panorama al menos complicado: un perro que no vio la luz en todo el día y un niño. No hay marido. Es por eso que la comprendemos. Hasta cuando nos vino a tocar la puerta porque estábamos haciendo mucho lío y no era fin de semana. Yo pensé que iban a venir los de enfrente a hinchar las bolas: El detective -abogado- presidente del Consorcio y su hijo Chespirito que siempre tiene que silbar en el pasillo cuando llega a las doce de la noche, el muy vigilante. Pero no, era ella. Me dijo que bajara el volumen. Como diciendo: "obvio que lo vas a bajar", y después me echó una cara de "ni te lo tendría que estar diciendo", y faltó "vos que ya sos grande".

La victoria fue siempre de ella. Lo reconozco. Vino, tocó, sarandeó sus enormes pechos al compás de una urgencia y se dio a la fuga súbitamente. Y dejando un sugerente "seguramente vamos a volver a vernos", la gorda me enamoró, de verdad. Y así sigue. Rayando las baldosas con la punta de los sillones, puteando a un posible marido y renegando por un día cansador.

En casa somos otro caso. "Un caso", como diría Selmar, El Boliviano. Duerme en el living. Lo conocí en Sucre cuando fui para Bolivia, hace ya dos años, y él ahora está de visita. Aún le queda por entregar la tesis final de Cientas de la Comunicación, pero se está haciendo de abajo trabajando en una verdulería de Martínez. Podría irse en un mes. O renovar sus papeles y quedarse un año más. Aún no lo sabe. Mientras tanto usa dos colchones que quedaron varados acá. Uno era de mi última novia, para cuando se quedaba a dormir. El otro colchón pertenecía a mi hermana, cuando vivíamos juntos. Luego lo usó Jaime, El Mexicano, hasta que consiguió uno de veras, bueno, de dos plazas que tomó de su ex en una excelente división de bienes.
En el cuarto de Jaime es donde se esconde lo más preciado que tenemos en este departamento. Un bosque verde de plantas que todavía no sé hasta qué punto me puede meter en problemas.
El riesgo de cultivar, el tiempo de espera, las nuevas porciones que aparecen, las plagas ¿cuáles son?, ¿cuáles vendrán? Es una odisea en la que uno siente que dio vida, un rito, un proceso perdurable. Nada que ver con el vértigo de comprarla. Esto es una aventura de todos los días. Llegar a tu casa, ver el nuevo brote, cuánto les falta para la floración. Lo último que les pusimos fueron unas pantallas tipo espejo clásicas, con el revés del papel de aluminio en todos los costados del armario y un mataplagas que tiene un terrible olor a raticida, pero que acabó con todos los bichos de un suspiro. Con más dinero, vendrán más cambios.

Lógicamente se me hace complicado decidir si tocarle la puerta a la gorda de arriba o no. Con todo este amor escondido es difícil. Además, llega cansada y tiene muchas cosas para atender, es natural que esté perturbada. Voy a esperar a que mis plantas crezcan un poco más y así, en el momento en que esté retorciendo los muebles la voy a llamar, voy a prender un cogollo de su rama y la voy a invitar a fumar.

Por Matías Luque

No hay comentarios: